viernes, 18 de abril de 2008

"OTOÑOS Y OTRAS LUCES" Ángel González

EL OTOÑO SE ACERCA

El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.

Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.

Edit. Tusquets editores, 2001, pág. 11


COMENTARIO:

¿Qué pasa por la cabeza de un hombre que frisando ya los ochenta años siente cercano el final de su vida? ¿En qué momento aparece el desánimo (si aparece) o la lucidez de sentir acabarse el tiempo prestado? ¿Cómo afecta al hombre y su conducta? La mente ajena es inexpugnable, inescrutable e inaccesible para los demás. Sólo conoceremos qué sucede dentro de ella si su propietario decide contarlo. Y si quien lo cuenta es escritor y poeta puede suceder, como es el caso, que surja el libro Otoños y otras luces; y que el poeta se llame Ángel González, fallecido en enero de 2008.

Otoños y otras luces (2001), penúltima obra del poeta, está dividido en cuatro partes: I. Otoños; II. La luz a ti debida; III. Glosas en homenaje a C.R. ; y IV. Otras luces.

Es un libro de despedida. Al poeta se le viene encima el peso de toda una vida y en cada poema va soltando lastre; se descarga, a través de la escritura, de los fardos que ha tenido que echarse a la espalda durante tantos años y que ya no le es posible sobrellevar. Las fuerzas físicas y anímicas le debilitan y se siente abandonado, y hasta traicionado, por su propio cuerpo. Y el horizonte ya lo llena el crepúsculo, el otoño y algunas otras luces.

En el ciclo interminable de las estaciones del año, la primavera y el verano siempre se identifican con la vida: vienen acompañados de la eclosión de la naturaleza, del revivir de la savia en las plantas, de la aparición del colorido floral que todo lo llena, de la reproducción y nacimiento de los animales; de la máxima expresión vital, en suma. Sin embargo, el otoño y el invierno han sido siempre metáforas del declive y final de la vida: aparecen los días fríos y lluviosos, el cielo se llena de nubes, las horas de luz se acortan, la noche se impone, los árboles pierden sus hojas y las plantas, en su mayoría, mueren y los animales se ocultan en sus madrigueras, hibernan o desaparecen.

En el primer capítulo del libro, Otoños, Ángel González era consciente de que el invierno de su vida había llegado y escribió estos poemas desde la tristeza, aunque no desde el abatimiento, aceptando lúcidamente el curso natural de la vida. Apareció en él un notable retraimiento a la hora de expresar y comunicar su inquietud, - tratando de no preocupar ni hacer daño a sus allegados, familia y amigos, más que por ahondar en su propio desánimo -, y fue reservándose para sí muchos de los poemas.

En algunos, en un acto de valentía, flirtea con la muerte, aunque sin mirarla a la cara, con un verso sereno, de tono equilibrado y de ironía contenida. Lo vemos en el poema que abre el libro: …se diría que aquí no pasa nada, / pero un silencio súbito ilumina el prodigio: / ha pasado / un ángel / que se llamaba luz, o fuego, o vida. / Y lo perdimos para siempre (El otoño se acerca). Y si nos remontamos al primer verso de este mismo poema el poeta afronta estoicamente y con clarividencia su final: El otoño se acerca con muy poco ruido.

A la muerte, cuando es por longevidad, se llega a través de un paisaje despejado, superados ya los obstáculos y las distracciones que nos depara la vida. A estas alturas ya pocas cosas importan, y muchas de ellas, buenas, regulares o malas, quedaron abandonadas en el recuerdo. No es que el poeta desee la muerte, lo que le desanima son los pocos asideros que a estas alturas tiene la vida. El poeta sólo percibe el presente, la actual e indiscutible realidad: Alamedas desnudas, / mi amor se vino al suelo. / Verdes vuelos, velados / por el leve amarillo / de la melancolía, / grandes hojas de luz, / días caídos / de un otoño abatido por el viento (Casi invierno).

Una vez tras otra reincide en los versos que adelantan lo que serán sus últimas vivencias, las últimas percepciones de sus sentidos en el momento postrero. Aún así, deja bien claro que su vida se acabará pero no el mundo: los demás seguirán escuchando lo que él ya no vea o escuche: El brillo del crepúsculo, / llamarada del día / que proclama que el día ha terminado / cuando aún es de día. / El acorde final que, / resonante, dice el fin de la música / mientras la música se oye todavía (Este cielo).

Desde que publicó Otoño y otras luces hasta su muerte han pasado siete años. Si ya esos versos mostraban su desánimo y la desesperanza se apoderaba de él, este tiempo transcurrido ha sido su particular travesía del desierto, con un sufrimiento comedido y encubierto, aunque familiares y amigos -entre ellos Caballero Bonald y Luis García Montero-, comenzaron a darse cuenta de que Ángel no era el mismo, que por su cuerpo rondaba la apatía y el hartazgo de este “áspero mundo”, recurriendo al título de su primer libro, todo un emblema en su carrera literaria.

En la segunda parte, “La luz a ti debida”, abandona el tono triste y premonitorio del fin de la vida y lo dedica al amor, a la pasión y a la juventud. Repasa y revive otros tiempos intensamente vividos, embriagado por el amor, aunque con un regusto amargo a veces: Entré en tu cuerpo lleno de esperanza / para admirar tanto prodigio desde / el claro mirador de tus pupilas. / Y fuiste tú la que acabaste viendo / el fracaso del mundo en las mías (Quise). Estos poemas, aunque tratan de amor, no muestran ilusión o alegrías (o, al menos, no de manera desbordada), sino que describen con actitud serena lo que para él supuso el amor, lo que sintió y lo que todavía siente. Pero esto no le distrae ni le desvía de la fijación que llena su mente, del presentimiento de que el fin se acerca y del sentimiento de pérdida que en algunos versos anticipa:

Sé que llegará el día en que ya nunca / volveré a contemplar / tu mirada curiosa y asombrada (La luz a ti debida)

Por eso, ahora, / mientras aún es posible, mírame mirarte. (La luz a ti debida)

La tercera parte, Glosas en homenaje a C.R. está dedicada al poeta Claudio Rodríguez ,fallecido en 1999, su amigo y compañero de generación. El poeta de Don de la ebriedad (1953), Conjuros (1958) o El vuelo de la celebración (1976).Una necesidad, un reconocimiento al admirado amigo antes de que lo impida su propia muerte:

Levantaste la voz para decirlo, / alzaste tu palabra hasta dejarla / en vilo, incólume, / salvadora y salvada / en el espacio prodigioso / donde pueden pisarse las estrellas. (Poema V)

En la última parte del libro, Otras luces, los poemas reflejan su visión sobre los tiempos vividos. Las penurias de la guerra, la posguerra o la dictadura: Todo el mundo era pobre en aquel tiempo, / todos entretejían / sin saberlo / - a veces sonreían - / los hilos de tristeza / que formaban la trama de la vida (Viejo tapiz). La pobreza y la necesidad,- y lo que era peor, la dificultad para salir de ella -,y las pocas expectativas de un futuro mejorable provocaban en los españoles de entonces una inclinación al desánimo que constata Ángel González en su poema Luna de abajo : Luna de abajo, / en el fondo del pozo,…/ Luna que no refleja el sol, sino a sí misma…/ Luna de abajo, luna por los suelos,/ para los transeúntes de la noche, / que vuelven a sus casa cabizbajos.

Este libro ha sido levantado por el poeta (lo ha dicho el mismo) sobre la nostalgia, la elegía, el paso del tiempo y la vejez. Probablemente son los fantasmas que aparecen cuando se tiene una larga vida por detrás, multitud de vivencias y una lucidez que en nada ayuda a enfrentarse con la muerte.

Hay mañanas que no me atrevo a abrir el cajón de la mesa de noche / por temor a encontrar la pistola con la que debería pegarme un tiro.

… Hay mañanas que no debería amanecer nunca (Versos amebeos).

Creo que estos últimos versos, en su sentido más metafórico, avisan del deterioro anímico que invadía a Ángel González casi una década antes de que falleciera, cuando vieron la luz los poemas que darían lugar a este libro.

Su estilo es el de siempre: coloquial, sencillo, depurado, de palabra exacta y cargada de sensaciones que el lector siempre celebra. Su lenguaje, nada retórico, y mucho menos laberíntico, en cuanto a la construcción de los versos ,y la transmisión de su modo de ver el mundo y de vivirlo. Es un poeta (y digo es, porque pervive en sus libros que ahora tengo sobre mi mesa) con el que se puede hablar interiormente desde el poema que estemos leyendo, porque lo sientes cercano, porque se ofrece y nos deleita al mismo tiempo, porque solicita nuestra atención para hablarnos, en confidencia, de sus miedos, de sus deseos y de lo amarga que es la vida;
quizá no ahora, en el presente, sino en el insufrible e inamovible pasado que tantos sacrificios personales e intelectuales le tocó pasar a él y a los de su generación, reflejados en sus libros Áspero mundo(1956) o Tratado de urbanismo(1967). Se puede hablar en estos casos de las secuelas de la libertad enjaulada.

“Estos poemas son muy tristes, me han salido muy negros y no creo que los deba publicar”, dijo.

http://es.youtube.com/watch?v=SKm22WyGHGs&feature=related

(SH, 2008)

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